Hijas del Sol Naciente p2


Infidelidad Hijas del Sol Naciente p2 Poco después del anochecer la puerta de mi celda se abrió, y dejó paso a Makoto, que inmediatamente la cerró tras de sí. Para mi sorpresa, esta vez no traía su atuendo habitual, sino que venía vestida con una bata de seda igual a la que le vi a la princesa, aunque algo más reducida. Hasta ese momento no había reparado en su belleza.
Makoto era algo mayor que mi ama; tendría unos veintidós o veintitrés años. También era algo más alta que ella, y sus generosos pechos apenas eran contenidos por la minúscula bata atada en su cintura, de forma que la parte delantera de ésta estaba tirante, y oprimía el pecho de Makoto transparentándose por completo. Su cara tenía unos rasgos asiáticos más tradicionales, la cara más alargada, y los ojos más rasgados, bajo unas cejas finas y arqueadas. Su nariz era fina y afilada, y sobresalía sólo un poco de su cara aplanada. Al igual que la princesa, tenía una larga melena castaña, y unos profundos ojos negros. Su boca era alargada, sensual, y sus rojos labios, siempre entreabiertos, dejaban entrever una dentadura perfecta. Makoto no llevaba ningún tipo de adorno: ni pulseras, ni pendientes, ni collares. Sin embargo, llevaba consigo un neceser de cuero negro.
Adelantándose por la habitación, se subió a mi cama, y se sentó a horcajadas sobre mi pecho. Y tirando del cinturón de su bata, abrió ésta, dejando su cuerpo al aire. Apenas lograba apartar la vista de sus enormes pechos. Su piel era clara, más que la de la princesa, y sus pezones sonrosados y erectos eran dos pequeños círculos que adornaban las cumbres de aquellos dos objetos de deseo, sin destacarse apenas de ellos, salvo por una mínima rojez. El resto de su cuerpo era atlético, su vientre liso, y dos larguísimas piernas se extendían desde sus caderas estilizadas hasta unos preciosos pies, blancos como la nieve, cuyos delicados y perfectos dedos culminaban en unas uñas exquisitamente cuidadas, sin pintar. Al igual que las de la princesa, sus manos también eran hermosas, de dedos largos y delgados, pero sus uñas eran más largas, con una manicura perfecta, y también sin pintar. El calor de nuestros cuerpos estaba ya haciéndonos sudar, y Makoto comenzó a frotar su culo contra mi pecho. Mi piel depilada sentía la caricia de su vello púbico, única parte del cuerpo que no llevaba rasurada; al contrario, tenía una espesa mata de largos pelos negros que me hacían cosquillas. Ya empapados en sudor, me dijo:

- Soy la ayudante personal de la princesa Juriko, y debes obedecerme en todo como si de ella misma se tratase.

- Si, ama.
Y de un salto se arrodilló frente a mi cara, poniendo a mi alcance su sexo, que desprendía un aroma profundo, un aroma que embriagaba mis sentidos. Sin poder resistirme más, saqué la lengua y empecé a acariciar con ella sus labios, a la vez que sujetaba sus glúteos entre mis manos. Empecé recorriendo aquella fruta exquisita de abajo hacia arriba, y luego en círculos cada vez más estrechos que me iban acercando a su clítoris. La oía jadear y notaba cómo se estremecía. Entonces, cuando sus flujos comenzaban ya a llenar mi boca, deslicé mis manos desde sus glúteos, por debajo de sus piernas, hacia sus labios, que abría con mis dedos. Entonces, aplastando mi cara contra ella, introduje mi lengua en su vagina tanto como pude, a la vez que abría y cerraba mis labios masajeando su vulva. Makoto entró en una especie de éxtasis. Miré su cara, y ví cómo se recogía frenéticamente el pelo mientras miraba al techo con la boca abierta, muy abierta; parecía que quería tragarse toda la habitación. Al mismo tiempo se empujaba violentamente contra mi cara, aplastando rítmicamente su sexo contra ella, ya completamente fuera de sí. A los pocos segundos su cuerpo se tensó completamente, y el movimiento cesó: ahora simplemente se apretaba cuanto podía contra mi cara, frotándose lateralmente. Un intenso grito pugnaba por salir de ella, pero su respiración entrecortada lo convirtió en un ronco gruñido seguido de un jadeo atormentado.
Tras unos instantes, el cuerpo de Makoto se relajó, y comenzó a temblar; sus manos dejaron la larga melena en libertad y su cabeza cayó del techo como una hoja en otoño. Entonces bajó la vista, y en sus ojos había una mirada salvaje, casi violenta. Se dejó desplomar sobre mí, y nuestros cuerpos se deslizaron el uno sobre el otro, lubricados por nuestro propio sudor. El contacto de su piel caliente era abrasador. Empezó a morder mi cuello, clavando sus dientes como si quisiera beberse mi sangre. Así permanecimos unos instantes, ella sentada sobre mi vientre, inclinada hacia adelante, y yo acariciando su espalda. Entonces Makoto decidió cambiar de posición, y lentamente, sin separar su cuerpo del mío, cerró sus piernas, aprisionando entre sus muslos mi miembro al rojo vivo. Podía sentir la opresión de sus grandes pechos sobre mi cuerpo, como dos cojines que casi me quemaban. Su vello púbico me producía un extraño picor al aplastarse contra mí. Notaba su cálido aliento sobre mi cara, como un jadeo nervioso, mientras se reponía poco a poco. Entonces se incorporó, quedándose de rodillas en la cama con mi cuerpo entre sus piernas. Se inclinó hacia un lado en esa misma posición, y alargando el brazo izquierdo alcanzó el neceser de cuero negro que había dejado a un lado.
Mientras abría lentamente la cremallera, volví a ver en sus ojos negros la misma mirada que ya le había visto antes. Me ordenó que me diera la vuelta, y obedecí al instante, quedando tumbado boca-abajo sobre la cama. Volví mi cara para mirarla. Con los ojos cerrados, se había vuelto a sentar a horcajadas sobre mis piernas, y había comenzado una especie de baile sensual, describiendo lentos círculos con su cintura a la vez que se introducía el dedo índice en la boca. Así estuvo un breve instante; luego abrió los ojos, e inclinándose sólo un poco, introdujo su dedo en mi culo, y empezó a masturbarme. Yo estaba enormemente excitado, así que mis músculos estaban muy relajados, y aquella caricia no me producía ningún dolor. Makoto parecía complacida.

- Estás muy relajado; bien. Eso me ahorra trabajo. - Y mientras decía esto me introdujo un segundo dedo. Dejó de meterlos y sacarlos de mi interior, y en lugar de ello los mantuvo dentro doblándolos ligeramente, moviéndolos en círculos, todo ello con el propósito de ensanchar mi agujero. De repente los sacó, y tomando el neceser, sacó un frasquito que contenía un líquido transparente y aceitoso, y una pequeña jeringuilla. - Estate quieto.- me dijo mientras llenaba la jeringuilla. Me la metió entera; no era mucho mayor que uno de sus dedos, así que aquello tampoco me dolió. Lentamente empujó el émbolo hacia delante, y mi recto comenzó a llenarse con aquel lubricante; se deslizó hasta el fondo, llenando mi culo de aquella sustancia, que además producía en mi interior un vivo escozor. Cuando Makoto sacó aquella jeringuilla, el contacto de las paredes de mi recto, irritadas por el lubricante, me produjo una quemazón insoportable. Comencé a retorcerme de dolor. - No exageres - me dijo Makoto - unas cuantas veces más y te acostumbrarás.
Desde luego no era la primera vez que alguna de mis amas me usaba por detrás, pero jamás habían usado aquella técnica de lubricación. Incluso cuando me habían puesto una lavativa la sensación era mucho menos dolorosa, ya que el agua no me irritaba, y además salía enseguida de mi cuerpo. Makoto se levantó, liberándome, y me colocó en una nueva posición; arrodillado en la cama, inclinó mi cuerpo hacia adelante, quedando con las rodillas junto al pecho, y las palmas de las manos apoyadas por delante de la cabeza. En aquella posición podía separar mis glúteos, lo que aliviaba en parte el escozor. Liberado en parte de aquel tormento, volví a mirar a Makoto. Había aprovechado aquellos instantes para colocarse un consolador a la cintura, sujetado con un par de correas. Se acercó a mí avanzando a gatas sobre la cama, como una tigresa en celo, hasta colocar su cuerpo sobre el mío; podía sentir el ocasional roce de sus pezones en la espalda. Entonces, dirigiendo una mano hacia su pubis, tomó el extremo de aquel cilindro alargado con la mano, y lo dirigió junto a mi agujero. La desagradable experiencia con el lubricante había hecho que perdiera parte de mi relajación, así que mi torturadora tuvo algunas dificultades para introducirme la punta de aquel aparato; pero una vez dentro la punta, un leve empujón bastó para que entrase hasta el fondo.
El lubricante desde luego había logrado su efecto. Makoto bombeaba dentro y fuera de mi cuerpo sin ninguna dificultad. Por otra parte, el tacto fresco y muy suave de aquel instrumento me aliviaba enormemente, aunque al salir dejaba otra vez cerrarse mi culo, volviendo el escozor. Esto hacía que yo desease impaciente la penetración, acompañando con mi culo las embestidas de sus caderas. Cada nuevo empujón llegaba más dentro de sí, hasta que a los pocos minutos el artilugio entraba hasta su base, y yo podía sentir en mis glúteos el vello púbico de Makoto, que con su voz aguda me decía:

- Te has portado muy bien, mereces un premio. Así que te haré el amor hasta que te corras. - Y siguió empujándome por detrás. Tras unos larguísimos minutos, empezó a subir su ritmo, y las suaves embestidas se convirtieron en un martilleo rápido y continuo; Makoto se incorporó, y quedando de rodillas se agarró a mis caderas, clavando en ellas sus uñas, estrujando mi piel entre sus manos. Me penetraba con violencia, empujándome con todas sus fuerzas. Tanto, que el consolador se hundía cada vez más, y cuando entraba notaba una punzada en el fondo de mis entrañas, un placer morboso, una especie de dolor intermitente que no deseaba que acabase, al contrario, quería que aquella cosa quedase dentro de mí, para experimentar con aquel dolor, para saber hasta qué punto podía soportarlo.
Mientras tanto mi pene no había bajado ni un centímetro, y mi glande parecía querer escaparse lejos, lejos de mi verga, al tiempo que chorreaba. A pesar del tiempo que llevábamos follando, todavía no me había corrido; Makoto no desesperaba, y cada vez me penetraba más y más fuerte, más y más rápido. Llegué a notar la base del consolador, que se ensanchaba para apoyarse en el pubis, dentro de mí, a la vez que su otro extremo llegaba más lejos que nunca. El dolor punzante se convirtió en un éxtasis, casi continuo por la velocidad a la que lo movía Makoto, y por fin me corrí salvajemente, con numerosas y abundantes oleadas de semen que, incontroladas, salían hacia delante hasta formar un pequeño charco en la sábana.
Makoto, satisfecha de sí misma, me sacó de un golpe el consolador. El largo rato que nos llevó aquello hizo que sintiera después una sensación hormigueante, de adormecimiento. Se quitó las correas, se sentó, y empezó a acariciarme. - Lo has hecho muy bien. - Dijo distraída, con la mirada perdida; y mientras me acariciaba con la mano derecha, dirigió la izquierda hacia el pubis, y se masturbó. Yo la observaba, embelesado por la belleza de aquella diosa japonesa; Makoto alargó su larga pierna, blanca, estilizada, y estirando el pie lo frotó por la sábana, justo en el lugar donde yo me había corrido. Con sus dedos recogió todo el semen que pudo, encogiéndolos y estirándolos, acariciando la sábana en círculos. Después dobló la rodilla y quedó sentada, con las piernas abiertas y dobladas, y las plantas de los pies apoyadas muy cerca de ellas. Mientras usaba una mano para masturbarse, con la otra acariciaba sus pechos, pellizcaba sus pezones, o bien metía las yemas de los dedos en su boca, humedeciéndolas con los labios, para inmediatamente sacarlas y seguir acariciándose. - Chúpame el pie - dijo mientras extendía la pierna hacia mí, y su pie empapado en semen quedaba a mi alcance.
Su pie delicado, blanco, que introduje en mi boca. Makoto estiró el tobillo, y el semen comenzó a escurrir por mi garganta. Cuando acabó el goteo, me saqué el pie y comencé a lamerlo, saboreando mi propio semen. No era la primera vez, pero la mezcla de su sabor con la del sudor de aquella chica, con el de su piel, resultaba nuevo y excitante. Deslizaba mi lengua por su piel suave mientras la oía gemir. Después lamí la planta del pie, sin dejar un sólo centímetro por humedecer, y luego sus dedos, uno por uno, metiéndomelos en la boca, pasando la lengua entre sus pliegues. Pronto Makoto volvió a correrse, dejando salir un agudo y profundo gemido, y echándose hacia atrás, quedó rendida sobre la cama. Descansó sólo unos instantes. Luego se levantó, recogió sus cosas en el neceser y volvió a ponerse su bata.
* * *
Cuando Makoto se hubo ido, traté de calcular el tiempo que había pasado desde que llegó. Aunque no puedo saberlo a ciencia cierta, estoy seguro de que no fueron menos de tres horas. Tres horas en las que no descansamos ni un momento. Pensé que Makoto sin duda era una mujer increíble; entonces fue cuando empecé a darme cuenta de lo que quería decir la princesa Juriko (por fin sabía cuál era su nombre) cuando me explicó que en su país de origen eran disciplinados; unas habilidades como las de Makoto sin duda podían provenir sólo de una entrenamiento excepcional, y de un control sobre su cuerpo y su mente fuera de lo común.
En estos pensamientos estaba ocupado cuando me dormí profundamente, presa del cansancio. Cuando desperté al día siguiente, de nuevo era ya muy tarde. Fue la entrada de Makoto en mi celda la que hizo que acabase mi sueño. Para mi decepción, me traía la comida; venía vestida con su uniforme habitual, y con indiferencia, como si la noche anterior no hubiese existido, me dijo: - la princesa Juriko ha tenido que salir a resolver unos asuntos, pero me ha pedido que te diga que esta tarde tendrá una visita, así que debes prepararte para servirla como es debido. - Y se fue. Después de comer, una sirvienta me condujo al mismo cuarto del día anterior, y allí pasé el tiempo hasta la vuelta de mi señora, ocupado en mi aseo personal.

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